Sales a la calle y parece que todos los astros te iluminan pidiendo a la gente (sólo a los hombres) que te evalúe. Yo no lo he pedido, no lo quiero, no me gusta y, por supuesto, no doy mi permiso ni para obscenidades, ni para gestos, ni que piten si es que van en el coche, ni que me silben, ni que me miren el culo, ni para tan siquiera un guapa. Porque sinceramente, yo salgo de mi casa a hacer lo que tenga que hacer, no soy un objeto a evaluar.
Es incómodo enfrentar estas situaciones. A veces, eso se junta con que tienes prisa, con que te da vergüenza o miedo a que te partan la cara si te enfrentas. Pero ya lo he descubierto, basta con volverte y mirarle al del piropo. Si le dices algo, mejor. No somos objetos y tú no eres nadie para juzgar mi cuerpo. No me halagas, solo quieres incomodarme.
Seguro que hay quien piensa que esto es exagerar, seguro. Pero también es seguro que mi cuerpo es mío y cuando alguien se cree con potestad de poder juzgarlo, alabarlo o criticarlo, el siguiente paso es poder usarlo. Y, repito, es mío y eso es violencia. El piropo es acoso.
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